Una decisión es un acto de valor momentáneo. Un breve instante donde la lógica y la intuición juegan a las cartas y gana la que lleva mejor mano. Sucede a veces que una de las dos hace trampa, siempre con el beneplácito de la otra y la cosa acaba mal. O por lo menos no como hubiéramos deseado. Un despiste de Dios, un tropiezo del camino y una vida por una senda que no conduce a nada. Puede ocurrir que siempre nos lamentemos de esa decisión y gastemos un tiempo precioso, en recordar o imaginar lo que hubiera pasado de haber tomado la otra decisión. Seguramente el destino hubiera conspirado para terminar en el mismo punto que ahora. Quizás no existan decisiones, quizás las consecuencias sean las mismas y nuestro sufrimiento o felicidad ya estaba pactado. Esa angustia del decidir y hacer, el tomar la mejor decisión, una condena que llevamos como especie. Qué fácil es arrojar una moneda y que la moneda sea la que obre por nosotros. Seguramente esa moneda tendrá poderosas convicciones para decantarse por una cara o la otra. Quizás la gravedad que la atrapa está conectada a nuestro subconsciente. Quizás en el mismo segundo que comprendemos que debemos de decidir, ya sabemos la respuesta. Queda entonces aclarar que es lo que adorna la decisión. Convicciones, enseñanzas, religiones, consejos. Adornos y trucos de feria a los que acompaña de cerca el arrepentimiento por tomar cualquier decisión. Hay que desterrar siglos de cultura y comportamiento. Las decisiones se toman, todos sabemos las consecuencias de nuestras decisiones, demos voto de confianza a nuestro instinto de supervivencia. Sinceramente nos hará decantar por la decisión que más no lleve a sobrevivir. El remordimiento es una lacra para robarnos tiempo. No lo permitamos, avancemos y decidamos. Solo hay una meta en nuestra vida. Ser felices.